miércoles, 30 de septiembre de 2015

Había una vez…una lejana aldea.

Lejana y olvidada en su valle, rodeada de colinas boscosas… robles, castaños, pinos, cedros y algunas encinas.

Pocas familias habitaban sus humildes viviendas.
Las moradas formaban un bloque circular, todas las ventanas…la misma vista hacia un cantero central… Una fuente sin agua y recuerdos de un ausente jardín.

Los días de invierno y antes de prender alguna vela, corrían sus grises cortinas y miraban al mendrugo desolado.

Los días de verano abrían sus puertas…y desde allí observaban.

Cada familia tenía su huerta…semillas que nunca nadie supo cómo llegaron.

Un gallinero muy resguardado y al abrigo de lobos y zorros y tampoco nunca nadie supo cómo y cuándo llegaron la primera gallina y el primer gallo.

Días…meses…años…la misma rutina.



Un día…sus repetitivas costumbres se vieron alteradas.

Algo extraño estaba sucediendo y debieron mirar antes de lo previsto por sus ventanas y, también, abrieron sus puertas…algo escuchaban y a esas voces las traía la brisa del bosque.

Se atrevieron a mirarse entre ellos y abriendo sus ojos se percibía la pregunta.
Algo estaba aconteciendo…algo estaba ocurriendo…algo estaba pasando…

De pronto, un grupo de varones ingresó a la aldea y los aldeanos no salían de su asombro.

Uno de los inesperados visitantes preguntó ¿quién tiene un teléfono? Mostró su celular y dijo “no tenemos señal”.

Los lugareños comenzaron a tener miedo…cerraron sus puertas y corrieron sus cortinas, dejando una pequeña hendija. Debían saber quiénes eran los invasores a sus rutinas de tanto tiempo.

Los investigadores, antropólogos ellos, armaron una carpa en el desolado jardín central y con unas herramientas lograron que la fuente les brindara agua.

También improvisaron una antena y prendieron un sol de noche.
Abrieron unas latas y comieron.

Esa noche y otras no se prendieron velas.

La leña comenzó a faltar y debían ir al bosque, uno de los nativos tomó la iniciativa y partió. Otros lo siguieron y allí las miradas fueron tímidas palabras, casi susurradas al oído.

“Algo debemos hacer. ¿Quiénes serán? ¿De dónde vienen?”

Mientras…en la aldea, dos niños de no más de siete añitos se acercaron, y  con mucha curiosidad, a la carpa. Miraron a los forasteros con fascinación y deslumbramiento. 

Uno de ellos les ofreció caramelos…los pequeños volteaban su vista hacia sus casas y desconocían qué hacer. El investigador, puso un caramelo en su boca y dijo “¡¡¡qué rico!!! Y los chiquillos se animaron a probar y dijeron ¡¡¡qué rico!!!



Levantaron su carpa, guardaron sus pertenencias…llegaba el invierno y uno de ellos les dijo a los niños “volveremos en la primavera”

Y mientras el invierno transcurría, los vecinos comenzaron a saludarse. Al correr sus grises cortinas levantaban una mano como diciendo “hola, soy yo, hablamos en el bosque, ¿lo recuerdas?”




Llegó la primavera y la fuente comenzó a regar el mustio jardín de otros tiempos y nacieron florecillas de múltiples colores y todos, todos los vernáculos convergieron alrededor de la fuente y se brindaron una sonrisa.

Llegaron los estudiosos, tal la promesa hecha a los niños (que nada habían comentado a sus padres).

La intención de los antropólogos era  ayudarlos a modificar algunas costumbres

Para sorpresa de los visitantes, encontraron a los lugareños  admirando las florecillas y conversando entre ellos.

El más anciano se acercó, les tendió su mano y les dijo “bienvenidos”.

Y una nueva rutina para los aldeanos…esperar la primavera y recibir a sus visitas

El auténtico y verdadero cambio ya había comenzado en las frías noches de invierno.


© Susana B. Biassoni
Pilar, julio de 2015


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